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Una de las neuras que más me apasionaron siendo joven fue el baloncesto.
Aunque mi padre había sido jugador y entrenador del Patronato, a mí me entró tarde ese afición y creo que nunca acabé de entender que la cosa iba de hacer pasar la pelota por aquel aro de hierro. Por más que jugaba, nunca me acordaba de tirar y siempre se la pasaba a otro para que lo hiciera. Los banquillos de todo el mundo están llenos de jugadores de esta especie. Cuando empiezas tarde, o te quitas las legañas de los ojos y espabilas o chupas banquillo como un condenado y acabas de árbitro, delegado o, peor aún, de entrenador. Así me fue a mí.

Me inicié en esta especie de secta jugando la liga escolar con el San Agustín cadete en el 77; aunque hay que decir que era un San Agustín muy sui generis o, para que me entiendas, de patio de colegio… de curas, para ser más exactos. De la peña que ves en la foto, creo que solo el número 4, Pere Frau, había jugado a minibasket y era capaz de subir la bola con garantías. Un par de años antes, un fraile llamado Carreño, con más mala leche que un yogur caducado, había empezado a hacer botar balones a los escolares perturbando la paz conventual de los curas los fines de semana. No busques a Carreño en la foto; el entrenador que nos sufría a nosotros era un fraile de aquellos setenteros tan modernos al que llamábamos Chema y creo que no debía haber visto un balón de baloncesto hasta que llegó a Mallorca.

Mi historia como jugador agustino fue corta. Al año siguiente fiché por los juveniles del Patronato. Bueno… si he de decir la verdad, mi hermano Tomeu fichó; yo entré de rebote. Digamos que nos cogieron a los dos en el mismo paquete. Aquel año supe qué se siente siendo campeón de Baleares sin levantar el culo del banquillo más que cuando la diferencia de puntos era tan grande que los titulares se aburrían de meter una tras otra y preferían sentarse a echar unas risas. Lo de las rotaciones entonces no se estilaba. Los mejores recuerdos, ¿cómo no?, los viajes a Ibiza, donde ganamos el campeonato de Baleares, y a Barcelona, donde jugamos 2 campeonatos de sector y los perdimos, como solía ser habitual, tocándonos, como nos tocaban siempre, los campeones de la liga catalana.

Al año siguiente repetí. A pesar de mi habilidad para perder balones, nuestro entrenador, Joan Alemany, creyó que aún podría sacar algo de mí, aunque yo seguía sin mirar al aro. Balón que recibía, balón que pasaba o me quitaban de las manos. Un desastre. Pero volvimos a ganar y a viajar a Barcelona, esta vez, juntamente con los juniors. Fuimos un montón de gente y compartimos un buen puñado de risas. Era 1980; el mismo año de mi viaje de estudios a Londres, que ya te conté en otra página de este cuaderno.

La memoria me falla y tengo los recuerdos de aquella época algo oxidados; tan sólo un manojo de fotos viejas escaneadas y un puñado de imágenes confusas guardadas en el disco duro del cerebro: el dulce sabor de las pastillas de Glucosport que nos daban para recuperarnos de los partidos -aun sin haber jugado ni un puñetero minuto-; el inevitable y perpetuo aroma de Réflex, con que nos rociábamos, como si fuera desodorante, riñones, piernas y brazos, tanto si dolían como si no; las canciones de The Yes Album y Aqualung, que no me cansaba de escuchar en casa y no dejaban de resonar en mi cabeza -aún no teníamos walkmans-; la estampa de Nacho, riendo y gimiendo de dolor a la vez, por un calambre en los gemelos mientras comíamos después de un partido, pasado en volandas sobre la mesa del restaurante donde celebrábamos la victoria -y la cara de cabreo del dueño-; las incontables fintas a cámara lenta de Javier Gómez, que engañaban y hacían volar al defensor más impasible; el añorado hedor del metro de Barcelona, que olí por primera vez cargando mi enorme bolsa negra de deporte con el logo amarillo de Kollflex;

la cinta de equipajes del aeropuerto, transportando una procesión de aquellas míticas bolsas; las chorradas que soltaba compulsivamente Juan el largo, que nos hacían partir el culo de risa; la visita al parque de atracciones de Montjuic, donde coincidimos varios jugadores en una sala inclinada y oscura que te hacía perder el equilibrio; el último partido del torneo de sector de mi segundo año, que acabamos jugando los 5 reservas: Bernat, Jaume, Koldo, Toni Quetglas, conmigo -¡imagínate!- de base, intentando subir la bola, con los titulares eliminados, el equipo contrario presionando y perdiendo de paliza…
Podría seguir hasta mañana, pero no quisiera que mi nostalgia te aburriera y dejaras de leerme. Si estuviste en alguno de aquellos viajes, seguramente los recordarás mejor o de otra manera. Los buenos recuerdos son personales pero no intransferibles. Si quieres compartir los tuyos, puedes hacerlo dejando un comentario más abajo.
Aunque no quiero dejar de contarte mi única proeza como jugador. Si me he echado encima tanta mierda, también es justo que me dé ahora ese capricho. Si te da pereza o te ha salido de golpe algún trabajo urgente, estás disculpado de leerlo; tampoco te perderás gran cosa.
Era principios del año 80. Yo escuchaba entonces -cosa rara en mí- un álbum recién salido a finales del 79: Stevie Wonder ‘s Journey Through “The Secret Life of Plants” la espléndida -si le quitas la insoportable Race Babbling y algunas piezas étnicas y ambientales- banda sonora de Stevie Wonder para el documental La Vida Secreta de las Plantas. Cosa rara, digo, porque yo era más de rock y no solía escuchar música tan “comercial” y romántica, pero este disco me enganchó. Mezclaba los más modernos sonidos sampleados con el estilo más jazzístico del maestro ciego quien, además de los teclados y la armónica, tocaba la batería y bordaba el contrabajo -si te gusta este instrumento no te pierdas Same Old Story o Come Back as a Flower-. Si pasas de canciones románticas, puedes ir directamente a A Seed s a Star / Tree Medley; si quieres evitar los temas más pesados, puedes escuchar mi selección. Si no te gusta Stevie, pasa del disco y sigue leyendo mi batallita.
Era el partido de vuelta, en casa, contra nuestro máximo rival, la Salle de Palma. Para quedar primeros, si no recuerdo mal, teníamos que ganar de 7 y, como suele ocurrir en los partidos épicos o así al menos se suelen contar, de 7 ganamos. Como era de esperar, yo fregaba el culo por el banco de piedra pintado de marrón oscuro que usábamos por banquillo, sufriendo al ver que ese año me quedaba sin viaje. La Salle no daba su brazo a torcer. Pep el inquero, un ala-pívot que era su mejor jugador, estaba que se salía; todo le entraba. Yo lo miraba desde el banquillo y lo último que podía imaginar era que ese día jugaría.
Faltando 10 minutos para el final y estando la cosa ajustada, al caerle la 5ª falta a uno de nuestroos titulares -creo que a Xisco Jordi, nuestro pívot más alto-, me llama Joan, el entrenador, y me dice -no sé qué se habría metido ese día; yo le tenía por un tio sano y creo que no fumaba- que salga para defender a Pep el inquero. ¡Aquel tío me pasaba de medio palmo y era como dos veces yo de ancho! Pero yo era el peor alero ofensivo del equipo y eso quería decir, como todo el mundo sabe, que tenía que ser por fuerza el mejor defensor; o así pensaba Joan. La mayoría de gente lo veía de otro modo: ¡¿Ese?! ¡¡¡Qué vaaa!!! ¡Ese sólo sirve para defender!
Fuera o no el mejor defensor, allí me tienes a mí ante aquel perro de presa -dicho, si me estás leyendo, Pep, con todo el respeto- que, a falta de 10 minutos llevaba 30 puntos anotados; ¡a punto por minuto, vaya! Nada más salir, me toca un salto entre dos con él. Me flexiono tanto como puedo y él me dedica una mirada de arriba abajo con una sonrisa de condescendencia, como diciendo: ¿dónde vas tan lanzao, bacalao? Puedes imaginar que ni llegué a tocar la bola.

Me pegué a aquel manojo de músculos como si él fuera una vaca lechera y yo una mosca cojonera. Tirar sí, siguió tirando, pero, como hacerle un tapón era cosa de ciencia ficción, no le piqué ni una sola finta y; cada vez que tiraba, me tenía a mí delante, bien pegado para no dejarle hacerlo a placer, estirado tan largo como era a fin de taparle la vista con las dos manos; recuerdo que Pep tiraba con una técnica poco ortodoxa: alargaba los brazos hacia delante en lugar de alzarlos para bombear el balón, de forma que, a cada tiro, con las puntas de mis dedos le tocaba la mano lanzadora cuando daba el golpe de muñeca. Eso le cabreaba y cada vez pedía falta al árbitro; pero yo estaba más tieso que una verga de toro y era él quien estiraba la mano al tirar, invadiendo mi espacio.
No sé si fue por mi culpa o voluntad de los dioses del Olimpo, como castigo por haberse descojonado de mí, pero no metió más que 1 punto de tiro libre durante aquellos gloriosos 10 minutos, y la falta personal no fue mía, aunque sí por mi culpa. En una de esas, no llegué a tiempo de evitar que penetrara por la línea de tiros libres; mi buen amigo y compañero de clase en San Agustín, Pedro Servera, nuestro mejor pívot, hizo la ayuda y, intentando taponar, le hizo falta. Recuerdo el paquete que me metió Pedro, la única vez que dejaba libre a mi presa.

Al final del partido, era costumbre que los que habían jugado -y anotado- repasaran el acta para contar sus puntos. Creo que yo no lo había hecho nunca -2 o 3 puntos son fáciles de contar de memoria- hasta ese día en que, aun sabiendo que no había metido una sola canasta -ni siquiera había tirado, pedí el acta. A Nacho, nuestro capitán y máximo anotador, aquello le hizo gracia y me preguntó, con aquella media sonrisa socarrona suya, cuántas había metido. Le contesté que no miraba mis puntos, sino los que había dejado de meter Pep el inquero mientras yo le defendía: con una media de 1 punto por minuto durante los primeros 30′, en los últimos 10′, conmigo enfrente, 1 solo punto; había dejado de meter por tanto 9; y habíamos ganado de 7.
Así lo recuerdo yo o así lo he querido recordar todos estos años, aunque también podría haber sido de otro modo. La memoria a veces nos hace revivir las cosas como nos gustaría que hubieran pasado. Me gustaría poder volver a ver aquella acta pero, salvo que Joan Alemany la conserve, cosa bastante improbable, creo que no podrá ser. Así que, a menos que alguien me lleve la contraria, ita enim factum est (así en efecto fue), como diría Plinio.
Cuando le contesté aquello a Nacho, me replicó con sarcasmo: “o sea, ¿que hemos ganado gracias a ti?”. No contesté, pero miré a Joan que, sin decir nada, me asintió con la cabeza. Con eso me bastó, pero… ¡leches! ¡Ya podrías haberlo dicho en voz alta, Joan! ¡Por una vez que me colgaras una medalla tampoco habría pasado nada! Supongo que fue un castigo anticipado por todas las veces que me iba a olvidar, en mis años de entrenador, de premiar a mis reservas. Me lo tomaré así. Mea culpa.
Esta es la cruz de los buenos defensores y malos atacantes: no salir nunca en las estadísticas. Al año siguiente, Pep el inquero fichó por los juniors del Patronato y yo quedé fuera. Como “premio” de consolación, me ordenaron entrenador, pero esa ya es otra historia y, si estoy de humor, la contaré otro día.
¡Salud! y que tengas un buen día.
5 comments
Hola amigo Rafael:
Como bien dices, aquel cura integrista del bascket, llegó un buen dia a San Agustín y emplazándonos un sábado de cielo plomizo a cualquier alumno que quisiera dedicarse a aquel deporte tan alejado de nuestro imaginario deportivo, por entonces una portería pintada con tiza en un muro del patio y otra entre dos columnas dispuestas perfectamente para abrirse la cabeza en cualquier remate en plancha.
A base de balón medicinal y carreras por el arenal a las siete de la mañana, vueltas al patio agachados, fintas, pantallas y un tono de voz que te aceleraba las piernas, creó un equipo de alevines fuerte y de tiro fácil, que al año siguiente paso a infantiles jugando, dada su superioridad al resto de equipos alterno miércoles y sábados con la liga de juveniles empleando el nombre de Hipona.
Creo que a este equipo, entrenado personalmente por Carreño, seguisteis vosotros en la liga escolar a la vez que se formó una liga interna de bascket como cantera del primer equipo.
Nuestros paralelismos comienzan cuando tanto tú como yo ganamos dos ligas chupando banquillo, y fuimos a ser apalizados dos veces a Barcelona mientras seguíamos chupando banquillo, (eso sí, también disfrutamos de los viajes). La deferencia entr e tú y yo viene que en el tercer año de calentar banquillo en el bascket vi que aquello no era lo mío y me fui a calentarlo en un equipo de fútbol.
El Segundo entrenador era un tal Soto y el que controlaba las actas Gibert. El equipo estaba formado por Javier Escalóna, Angel Gracia, José Luis León, Pedro Frau, Escolastico Rivera yo y creo que me olvidó por lo menos uno
Escribo con iPad y no me va muy bien.
Disculpa y un fuerte ….José A.
Hola, Jose.
Gracias por tu comentario y por tu lección de historia agustiniana. Veo que conservas mejor la memoria que yo. Creo que hasta ahora tú eras la única persona que conocía mi batallita como banquillero defensor salvapartidos. Recuerdo que te la conté llorando como una plañidera en la entrada de mi casa a las tantas de la madrugada tras una épica cena de clase con borrachera colectiva. Como ves, no he podido guardarme más el secreto y, casi 39 años después, lo he clamado al mundo.
Te agradezco también la corrección; no sabía que Frau hubiera jugado a minibásket. Ahora tendré que rectificarlo. A cambio, también te corregiré: es Javier Gómez Escalona y el mismo Javier de las mil y una fintas con quién compartí equipo en el Patronato. Creo que en tu lista te debe faltar nombrar a Jaime Fuster que también acabó, con Ángel Gracia en el junior del Patronato.
¡Un abrazo!
Muy ameno, Rafa. Creo que todos tenemos nuestros cinco minutos de gloria. Yo también era banquillero hasta decir basta, pero nunca se me ha olvidado el Patronato,- San José juveniles del trofeo Jorge Juan. Este era un trofeo que jugábamos tan a muerte como la Liga, máxime con la rivalidad tan enconada que había con el San José, en éste caso de Rafael Cladera. Allí perdimos de siete, si, como vosotros, así que tocaba remontada. Faltan seis segundos, ganamos de cinco y ellos tiran dos tiros libres. nuestro entrenador, Tomeu Pizá, e.p.d., pide un minuto y nos distribuye en la pista por si suena la flauta. Fallan los dos tiros, alguien coge el rebote, se la pasa a Maxi, éste da un par de botes y me la pasa a mi, el muy capullo, yo me levanto sobre lo que hoy sería la línea de tres, junto a la puerta del comedor social, y ¡Bingo¡, canasta. Luego nos dieron por perdida la eliminatoria por algo parecido a «los puntos conseguidos fuera de casa», pero aquellos minutos después de conseguir esa canasta fueron emocionantes de verdad teniendo en cuenta que cada canasta mía se cotizaba a precio de oro. No volví a tener otro momento de gloria como jugador, pero aún me acuerdo de éste.
Gracias por tu comentario y tu historia, Emilio.
Yo también recuerdo un tiro en el último segundo. Fue en el torneo ensaimada. Me levanto de media distancia, veo a Miquel Àngel Pou, que jugaba en primera, dentro de la zona y, ¿cómo no?, se la paso, sin pensar que él no estaba nada acostumbrado a recibir el balón en el último segundo. Se quedó esperando el rebote, balón perdido y perdimos de 1 punto. Alguien de mi equipo me dijo: “¿es que no sabes tirar?” Tendría que haberle dicho: no; ¿no ves que soy entrenador?
Bonito relato, Rafel.
Un saludo