Unas horitas más tarde, en el muelle, conocíamos al alcalde de Cabrera. Así llamaban a Joan, el payés. También decían de él que mandaba más que el capitán general. Joan, su mujer, María, y sus dos hijas eran los únicos residentes civiles de la isla.
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La noche resplandecía diáfana. Sin luna, el cielo nocturno centelleaba esmaltado de estrellas. La ausencia de contaminación lumínica hace de las noches de Cabrera un espectáculo para la vista y la imaginación.
Cabrera es un obsequio para los ojos, pensaba contemplando a vista de halcón el magnífico y acogedor puerto natural y los cerros que lo envuelven, desde la torre de la pequeña fortaleza que corona el acantilado. Allá abajo, a la cálida luz de aquella tarde de primavera, el Zorba…