Un enfermo degenerativo recibe como cada jueves la visita de una voluntaria que lo saca a pasear. Mientras salen del hospital, él lleva un extraño recuento que acaba diciendo: diez a uno, y el perro no cuenta.
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Blai se quejaba siempre de no tener nunca tiempo para pensar.
Le gustaba mucho, sentarse a pensar. Pensar en cosas que había hecho, que debería hacer, que le gustaría hacer; en cosas que nunca haría… Podía pasarse horas, cuando estaba soltero y tenía pocos quehaceres, pensando y pensando. A veces lo hacía en el sofá, pero le gustaba sobre todo pensar sentado.
Una lenta cadencia in crescendo de golpes secos, acompasados, rompe la oscuridad fría y húmeda que adormece la calle. Una farola derrama una luz turbia alrededor de un cajero automático. Una sombra pequeña y pesada se convierte, a medida que entra en escena a toques de bastón, en un hombre encogido por el peso de muchos inviernos.
A veces, en lugar de salir a la terraza a ver pasar guiris, prefería sentarme en el rellano de atrás y disfrutar de la alegre y mucho más armoniosa compañía de un puñado de mirlos que cantaban de principio a fin de año, pero con especial dedicación en primavera, entre el ramaje del exiguo reducto de pinos supervivientes y de una pareja de abubillas que venían a anidar cada temporada en una grieta entre los bloques de arenisca de la pared del vecino. Así, cuando mi profesor de lengua nos mandó escribir un cuento, aquellos dos pájaros tan diferentes me sirvieron de inspiración. Mis convicciones ecologistas hicieron el resto.